Avila

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Meseta Castellana
BIENVENIDO

12/1/08

Maullido gaTuno



En el mes de Noviembre, empecé a escuchar un gatito que maullaba lánguidamente en mi habitación.

Durante varios meses, el silencio de la noche se rompía con el sonido ahogado del triste maullido. Tan solo un miau largo y el vacío nocturno se hacía de nuevo.
La primera vez que lo oí no eran ni las dos de la mañana. Estaba en ese momento dulce que se produce, cuando te abandona la vigilia y Morfeo sale a tu encuentro. Introduje el suspirito gatuno en mis sueños y lo dejé conmigo el resto de la noche: en un bonito cesto, dormía un gatito pelirrojo y de ojos verdes; que vestía con gorro de lana, patucos y pijama a rayas de algodón azul. Tenía gafas de sol modelo Micky, chupete a juego con luces de colores y una bolsa de gominolas, con forma de ratón. Tuno, que así se llamaba el gato, se hacía mayor y, con una bici a medida, se iba al colegio, al parque, a la piscina…

El siguiente lloriqueo me sacó bruscamente de la película. Así que decidí levantarme de la cama e investigar, pero no encontré rastro del bebé felino. Por la mañana, continué la búsqueda en los lugares más insospechados de la casa, incluso en el balcón. Nada dio resultado.

Desde ese primer día, al apagar la luz, esperaba impaciente el maullido de Tuno antes de dormir. Imaginé mil cosas para buscarle una explicación al curioso fenómeno y no creer que solo vivía en mi cabeza.
El último viernes de Diciembre me armé de valor y, preocupada por que fuese producto de mi desvarío, se lo conté a mis dos hijos. Ese día, que no hacía nada de frío, acampamos en la habitación antes de la medianoche. Apagamos la luz: se hizo la oscuridad y luego, el silencio. Pasaron los minutos, las horas… Ni un suspiro, ni una queja. Caímos dormidos.

Una tarde, que estaba la niña en la habitación, escuchó el sonido y vino corriendo a contarlo. Sentí un alivio inmenso -ya somos dos las locas-, pensé.

Pero esta última semana, el tono de Tuno ya no era el mismo. Parecía más el de un niño de meses que empieza a decir “a”. Mi hijo, que lo escuchó, dijo que el gato estaba aprendiendo a hablar, para poder decirnos donde estaba.
Ayer por la noche, me senté en la mesa del salón junto a la pared. Miré el display del termostato digital porque tenía frío. En ese momento, se conectó el circuito de la calefacción, se oyó un clic y, al mismo tiempo, el maullido en el radiador de la habitación.

Ahora, lo que me preocupa es que tendremos que pensar algo, para sacar al gatito, Tuno, que vive en el radiador.

6/1/08

E N E R O TIENE CINCO



A las cinco de la tarde, Laura salía por la puerta del colegio. Atravesaba el portón de madera, y al dejar tras de sí la cancela de hierro de cinco puntas, entraba en una escena anclada en el tiempo.


Cada día, a partir de la hora en que terminaban las clases, ella aparecía dentro de un cuadro en movimiento, dentro del capítulo de una historia que se reproducía cada media tarde con la misma luz, los mismos olores, y los mismos personajes que pintaban idénticas escenas.
A las cinco y quince, el reloj de la plaza daba una campanada, la empleada de la mercería, vestida de color lila, como todas las tardes, se apoyaba en el marco de la puerta detrás de la cortina.
El perro canela y blanco del zapatero se situaba bajo los soportales de la plaza, levantaba la pata y se aliviaba en una de las cinco columnas de piedra. La pequeña caminaba hasta casa de la abuela Julia y la tía Pilar que esperaban su llegada.
El trayecto era corto, pequeño, como el capítulo breve de una novela cuyos personajes vivían eternamente dentro de él en la ignoracia de que formaban parte de una historia irreal, tal vez onírica. El colegio distaba de la casa tan solo cinco minutos que ella transformaba en quince.


Doblaba la esquina que formaba la plaza del Reloj con la calle del Pan, caminaba por la acera, imaginaba que el borde de la misma era una cuerda de equilibrista; se mantenía erguida, recta, con la cartera que colgaba de sus hombros, aguantaba cinco pasos sin perder el equilibrio.
Paraba frente al escaparate de la pastelería, tocaba las cortinas hechas de canutillos de plástico y eslabones de metal, y llegaba a la puerta de casa de la abuela Julia, en el número cinco.

La tía Pilar estaba soltera y vivía con los abuelos. Tenía cincuenta y cinco años comprimidos en un cuerpo mínimo, casi de niña. Su tez era blanca, su piel fina y translúcida; sus pies menudos como el cuerpo. Calzaba un treinta y cinco.
Sus ojos eran azules, y su escaso cabello rubio había dado paso al blanco. Caminaba cuidadosa dando pasitos pequeños.
A las cinco y cuarto, miraba por la ventana del balcón, abandonaba en la mesa su labor de ganchillo -un tapete con cinco cadenetas en círculo- y bajaba desde el comedor a abrir la puerta a la niña.


Cada cinco de enero, después de las cinco, la tía Pilar celebraba su cumpleaños.

3/1/08

BIENVENIDA








Aprovecho el aterrizaje de la profe al Blog, para dar la bienvenida a a todos los que os habéis incorporado últimamente. Montalbá, muy sigilosa, ha entrado por la ventanita del 27 de Noviembre. :-))

Gracias por responder a la invitación.