Avila

Avila
Meseta Castellana
BIENVENIDO

25/9/08

PARA PERDERSE












En la región de Liguria (Italia), hay una ensenada en la Bahía de Capodimonte, cuyas aguas albergan el Área Marina Protegida de Portofino; allí se encuentra uno de los lugares más hermosos e inaccesibles de Italia: un pequeño pueblo marinero con la Abadía de S. Fructuoso y la Torre de los Doria.


Como puede observarse, por lo escarpado del terreno, el acceso solo es posible a través del mar, desde Camogli u otros lugares tan pintorescos y exclusivos como Sta. Margherita o el mismo Portofino.

20/9/08

EN UN LUGAR DE PANAMÁ (I)





Mario acabó de redactar el informe exactamente a las nueve de la mañana. En ese momento, sonó el teléfono de su oficina: era Paul desde su sede en Madrid. Había olvidado que eran ya las tres de la tarde en España y que esperaban su llamada antes de comer. Llevaba casi cuatro horas en su mesa ultimando detalles en un escrito que debía terminar antes de ir hacia el aeropuerto. Durante unos minutos, intercambió unas palabras con él, asintiendo con la cabeza y esbozando una leve sonrisa cuando colgó el teléfono.

Solo le quedaba concretar algunos detalles con su socio en Montreal y recoger algunos objetos del almacén en el piso inmediatamente superior.
Pensó lo angustioso del clima tropical de Panamá, lo que le agotaba y hasta adormecía durante los días o semanas que pasaba revisando las cuentas en la sucursal de Colón.

La fábrica de motores consistía en una nave rudimentaria adosada a una edificación de dos plantas algo antigua y deteriorada por efecto de la humedad y los vientos caribeños. Instalada en el puerto de Cristóbal, en la zona industrial, llevaba funcionando varios lustros con una evolución en el desarrollo del negocio desigual, pero Mario se resistía a decidir sobre su final. Tenía una corazonada que le llevaba a aguardar el despegue definitivo, que le confirmaría sus deseados buenos augurios año tras año.

Subió las escaleras pensativo y, al abrir la puerta del almacén empujando con la mano levemente al tiempo que hacia girar la manilla, sintió en el dedo índice un leve pinchazo. Miró la cara interna de su mano derecha y no pudo ver nada. Continuó caminando a oscuras por el desordenado espacio, apenas iluminado por un tragaluz.

Un haz de sol penetraba por un pequeñísimo ventanal ciego, algo roto en una esquina, durante las primeras horas de la mañana. Después de rebuscar, encontró una cajita envuelta y precintada, que metió en el bolsillo de su pantalón. Miró el reloj bajo el hilo de luz y decidió que era hora de salir hacia el vehículo que le aguardaba...

16/9/08

LA FABRICA (1908-2008)






Plano de la Fábrica de Cerámica
Reproducción: Alfredo Ruiz de Luna



Dejó sobre el recibidor los dos tibores, se dirigió a la cocina y, con una amplia sonrisa, dio dos besos a mi madre que estaba preparando la comida.
Ella casi no se percató de la cara de felicidad que traía, ni de que era viernes; y los viernes, Román, el anticuario, se acercaba al despacho de mi padre con las mejores piezas de cerámica que llegaban a su almoneda.

A mi padre le brillaban los ojos mientras se le iba deslustrando el bolsillo a costa de sus compras, pero no intentaba evitarlo. Su pasión por la cerámica iba más allá de lo puramente artístico; era un ferviente admirador del abuelo Juan y de toda su obra.
La pérdida humana del genio le había llevado a buscarlo, y a encontrarlo, allá donde quiera que su rastro artístico permaneciese más o menos indeleble. Con sigilo y con paciencia, con tesón y con lo que presupuesto permitiese, iba rescatando piezas de distintas épocas y alfares a las que situaba, con el mayor de los esmeros, en el lugar más apropiado de la casa.

Mi padre agarró a mi madre de la mano y la condujo ante las dos piezas. Eran dos auténticos tibores de “La Fábrica”, en perfecto estado, con los amarillos y azules limpios y brillantes, con aquel blanco único e inconfundible. Era fácil observar a simple vista que habían sido preservados de cualquier deterioro durante décadas. Probablemente, habrían estado en manos de alguien que apreciaba esas dos obras de arte.
Mi madre, esta vez, no se atrevió a hacer un mínimo reproche por el desequilibrio que el dispendio ocasionaría en la economía familiar. Aquel día, yo misma pude ver a mi padre colocando los tibores en el salón, en el lugar que mejor se podían admirar; permaneció sentado en su sillón contemplándolos el resto de la tarde, hasta que los últimos rayos de sol que acariciaban sus formas redondeadas, difuminaron y mezclaron los amarillos y azules de todas las piezas de su pequeña colección. Entonces, yo misma pude ver cómo los ojos de mi padre se humedecían llenos de felicidad y de recuerdos de su infancia en “La Fábrica”.


Desde que tuve uso de razón, conocí en cada movimiento, en cada pensamiento, en cada mirada de mi padre, la profunda huella que el abuelo Juan había dejado en aquel niño que vivió, en primera persona, el final de una época que agotaba sus días de esplendor.

10/9/08

PINTADAS EN CARTAGO


Unas privilegiadas gallinas de guinea pasean apaciblemente por las ruinas de Cartago, en una calurosa tarde de agosto.
















Al fondo, el cielo y el mar se funden en dos tonos de un intenso azul turquesa.