Plano de la Fábrica de CerámicaReproducción: Alfredo Ruiz de Luna
Dejó sobre el recibidor los dos tibores, se dirigió a la cocina y, con una amplia sonrisa, dio dos besos a mi madre que estaba preparando la comida.
Ella casi no se percató de la cara de felicidad que traía, ni de que era viernes; y los viernes, Román, el anticuario, se acercaba al despacho de mi padre con las mejores piezas de cerámica que llegaban a su almoneda.
A mi padre le brillaban los ojos mientras se le iba deslustrando el bolsillo a costa de sus compras, pero no intentaba evitarlo. Su pasión por la cerámica iba más allá de lo puramente artístico; era un ferviente admirador del abuelo Juan y de toda su obra.
La pérdida humana del genio le había llevado a buscarlo, y a encontrarlo, allá donde quiera que su rastro artístico permaneciese más o menos indeleble. Con sigilo y con paciencia, con tesón y con lo que presupuesto permitiese, iba rescatando piezas de distintas épocas y alfares a las que situaba, con el mayor de los esmeros, en el lugar más apropiado de la casa.
Mi padre agarró a mi madre de la mano y la condujo ante las dos piezas. Eran dos auténticos tibores de “La Fábrica”, en perfecto estado, con los amarillos y azules limpios y brillantes, con aquel blanco único e inconfundible. Era fácil observar a simple vista que habían sido preservados de cualquier deterioro durante décadas. Probablemente, habrían estado en manos de alguien que apreciaba esas dos obras de arte.
Mi madre, esta vez, no se atrevió a hacer un mínimo reproche por el desequilibrio que el dispendio ocasionaría en la economía familiar. Aquel día, yo misma pude ver a mi padre colocando los tibores en el salón, en el lugar que mejor se podían admirar; permaneció sentado en su sillón contemplándolos el resto de la tarde, hasta que los últimos rayos de sol que acariciaban sus formas redondeadas, difuminaron y mezclaron los amarillos y azules de todas las piezas de su pequeña colección. Entonces, yo misma pude ver cómo los ojos de mi padre se humedecían llenos de felicidad y de recuerdos de su infancia en “La Fábrica”.
Desde que tuve uso de razón, conocí en cada movimiento, en cada pensamiento, en cada mirada de mi padre, la profunda huella que el abuelo Juan había dejado en aquel niño que vivió, en primera persona, el final de una época que agotaba sus días de esplendor.