En el mes de Noviembre, empecé a escuchar un gatito que maullaba lánguidamente en mi habitación.
Durante varios meses, el silencio de la noche se rompía con el sonido ahogado del triste maullido. Tan solo un miau largo y el vacío nocturno se hacía de nuevo.
La primera vez que lo oí no eran ni las dos de la mañana. Estaba en ese momento dulce que se produce, cuando te abandona la vigilia y Morfeo sale a tu encuentro. Introduje el suspirito gatuno en mis sueños y lo dejé conmigo el resto de la noche: en un bonito cesto, dormía un gatito pelirrojo y de ojos verdes; que vestía con gorro de lana, patucos y pijama a rayas de algodón azul. Tenía gafas de sol modelo Micky, chupete a juego con luces de colores y una bolsa de gominolas, con forma de ratón. Tuno, que así se llamaba el gato, se hacía mayor y, con una bici a medida, se iba al colegio, al parque, a la piscina…
El siguiente lloriqueo me sacó bruscamente de la película. Así que decidí levantarme de la cama e investigar, pero no encontré rastro del bebé felino. Por la mañana, continué la búsqueda en los lugares más insospechados de la casa, incluso en el balcón. Nada dio resultado.
Desde ese primer día, al apagar la luz, esperaba impaciente el maullido de Tuno antes de dormir. Imaginé mil cosas para buscarle una explicación al curioso fenómeno y no creer que solo vivía en mi cabeza.
El último viernes de Diciembre me armé de valor y, preocupada por que fuese producto de mi desvarío, se lo conté a mis dos hijos. Ese día, que no hacía nada de frío, acampamos en la habitación antes de la medianoche. Apagamos la luz: se hizo la oscuridad y luego, el silencio. Pasaron los minutos, las horas… Ni un suspiro, ni una queja. Caímos dormidos.
Una tarde, que estaba la niña en la habitación, escuchó el sonido y vino corriendo a contarlo. Sentí un alivio inmenso -ya somos dos las locas-, pensé.
Pero esta última semana, el tono de Tuno ya no era el mismo. Parecía más el de un niño de meses que empieza a decir “a”. Mi hijo, que lo escuchó, dijo que el gato estaba aprendiendo a hablar, para poder decirnos donde estaba.
Ayer por la noche, me senté en la mesa del salón junto a la pared. Miré el display del termostato digital porque tenía frío. En ese momento, se conectó el circuito de la calefacción, se oyó un clic y, al mismo tiempo, el maullido en el radiador de la habitación.
Ahora, lo que me preocupa es que tendremos que pensar algo, para sacar al gatito, Tuno, que vive en el radiador.