En el verano del 73 fuimos de vacaciones a un pueblo de la sierra. Acostumbradas a estar siempre a cubierto, en casa, bajo la atenta mirada de nuestros padres, las tres hermanas disfrutamos de una libertad desconocida. Se abrieron las puertas, de par en par, y un vendaval de nuevas sensaciones nos envolvió.
Llegamos con nuestros vestiditos, con zapatos blancos, y calcetines calados, a un chalet de dos plantas rodeado de higueras, frutales y de pequeños arroyos que bajaban de Gredos. Ya éramos una familia numerosa contando con mi hermana pequeña, que solo tenía un año. A ella le dedico este recuerdo, porque aunque estuvo allí, por pequeña, no pudimos llevarla con nosotros.
Desde las habitaciones de la casa se divisaba gran parte del valle, los castaños, los cerezos y los manzanos. El cielo azul intenso aparecía recortado por el perfil montañoso. Aún puedo recordar el olor a sierra, a frutas, a huerta y, sin duda, a libertad.
Isabelita, que vivía en ese bonito pueblo, fue la encargada de llevarnos a disfrutar de uno de los más maravillosos veranos que he vivido y puedo recordar.
Dos días después de llegar allí, ella nos presentó a tres de sus primos. Con la rapidez con que los niños se abren a otros, con algo de vergüenza pero con infinitas ganas de divertirnos, formamos la pandilla del verano del 73.
Dos de ellos venían de Madrid y el tercero de los chicos era del pueblo. Para hacer más organizado el grupo hicimos el reparto de parejas, desde el principio y de esta manera me fue presentado mi primer novio, Antonio.
No sé si hacíamos buena pareja pero fuimos capaces de entendernos. Hablábamos sólo lo necesario, lo divertido. Es por eso que no hubo regañinas ni disputas, ni reparto de bienes al acabar el verano; por eso y porque teníamos todo el tiempo del mundo.
Dedicábamos las mañanas a la recogida de higos y a las tareas domésticas. De las tardes y las noches fuimos totalmente dueños. Solíamos ir a una alberca con agua de la sierra y, por las noches, con nuestra silla traída de casa, a un cine de verano en una explanada polvorienta desde la que se veían las estrellas y la luna más bonitas que nunca he visto.
Aún así, siempre tuvimos tiempo para hazañas valerosas:
Conquistamos un huerto de manzanas, furtivamente. Rescatamos, prisioneros, racimos de plátanos de un camión una noche de agosto… Después vino el asalto a un montón de barriles con aceitunas y las reuniones en una casa abandonada, a medio hacer. Allí, entre ladrillos y sacos de cemento, en una segunda o tercera planta, de paredes huecas, sin ventanas y sin barandillas, fumábamos unos celtas que comprábamos de “incógnito” en el estanco-tiendaparatodo. ¡Qué momentos! Aquel mechero de mecha que no encendía, esos cigarros imposibles de aspirar, y sin filtro…
Subíamos varios pisos por la escalera de obra del edificio, uno de los lugares más peligrosos por los que creo haber transitado. Eran excursiones con peligro asegurado, sin casco y sin miedo porque creíamos en todo y queríamos vivir así, sin medir el riesgo, sin pensar.
Al acabar las vacaciones, nos fuimos más libres, más fuertes, más contentas, más mayores y llenas de secretos.
Hace unos días entré en un local cerca de donde vivo. No podía creerlo, era él, después de cuatro décadas. Todavía no puedo comprender cómo pude reconocerlo.
Allí, delante de mí, estaba Antonio. No pude reprimir las ganas de preguntarle por el verano del 73.
Me embargó la emoción al descubrir cómo recordaba, con total nitidez, los mismos momentos que vivimos aquel mágico verano en el que todos nos descubrimos a nosotros mismos un poquito más.