Apareció en mi vida hace algunos años mientras yo lloraba tímidamente en un banco, en el paseo de los álamos que conduce al río.
Aquel invierno, el río transcurría rebosante de líquido, enérgico y vivo. Yo había bajado hasta el embarcadero llena de sentimientos que me desbordaban y me identificaba con ese río que tenía delante de mí.
Caían minúsculas gotitas que estaban empapando mi cuerpo y se mezclaban en las mejillas con las mías.
Ella se sentó a mi lado silenciosamente, hasta que nuestras miradas se cruzaron y comenzó a hablarme, susurrando:
- Quería decirte que hace más de dos décadas yo estuve sentada en este banco durante horas, viendo llover. Sentí que la vida acababa para mí y quise dejarme llevar, hasta que el líquido que caía fuertemente fuese capaz de arrastrarme al río.
La cortina de agua formaba pequeños ríos en la tierra. Yo lloraba desconsoladamente y el temporal había dejado el paseo desierto de gente.
Siguió lloviendo y sentí que el agua que me empapaba, y rozaba mi piel, iba cayendo a la tierra hasta desembocar en el río. Y no ocurría nada.
El mundo seguía girando y la vida transcurría para cada cual, como siempre. La tormenta que había en mi interior era solo mía.
Ha pasado el tiempo y aún sigo sin entender las tormentas interiores de los otros. Pero no dejo que perturben el mío.
Dejó de llover y aquella anciana apacible acarició mi espalda mojada. Su mirada cálida y transparente me reconfortó.
Siguió hablándome bajito.
- Puedo oír tus pensamientos. Solo te daré un pequeño consejo: deja que pase el temporal. Si quieres, solo si quieres, conseguirás que sea la última vez que sucede. Deja que tu ropa se seque con tu propio calor, cuando vayas caminando. No esperes más. No esperes que nadie apacigüe la tormenta que ha desencadenado en tí. No esperes que te entiendan. No esperes que quieran recibir todo lo que eres capaz de dar. Simplemente, no esperes.
Regresé a mi casa después de estrechar su mano. Algunas tardes de domingo, conversamos en aquel banco, en el paseo de los álamos que baja al río.
Aún echo de menos su sonrisa veraz, sus manos temblorosas, sus palabras llenas de vida, aunque sé que siempre está conmigo.
Ella me enseñó a ver con los ojos del alma, a comprender que no todas las personas ven con ellos, que alma siempre es joven y bella, como el día que nació. Me enseñó a ser valiente, a confiar en mí aunque otros no sepan hacerlo.
Me enseñó que las huellas que deja, en cada persona, todo lo que ha vivido, son joyas extraordinarias, diamantes tallados con formas exclusivas que embellecen su interior; aunque al ver los maravillosos destellos duela el modo en que se hicieron.
Una melodía que le gustaba. Una melodía que me gusta.
Recordé las palabras de Alicia mientras leía, EL MONJE QUE VENDIÓ SU FERRARI, y ahora me vienen de nuevo a la mente :
Recordé las palabras de Alicia mientras leía, EL MONJE QUE VENDIÓ SU FERRARI, y ahora me vienen de nuevo a la mente :
"La preocupación priva a la mente de gran parte de su poder y, antes o después, acaba dañando el alma".
Como decía el protagonista:
"No existe lo que llamamos realidad objetiva o «mundo real». No existen los absolutos. El rostro de tu peor enemigo puede ser el de mi mejor amigo. Algo que parece una tragedia para alguien puede contener la semilla de una magnífica oportunidad para otro".
Alicia me transmitió un pensamiento valioso del filósofo hindú Patanjali:
"Cuando te inspira un objetivo importante, un proyecto extraordinario, todos tus pensamientos rompen sus ataduras: tu mente supera los límites, tu conciencia se expande en todas direcciones y tú te ves en un mundo nuevo y maravilloso. Las fuerzas, facultades y talentos ocultos cobran vida, y descubres que eres una persona mejor de lo que habías soñado ser".
Cada tarde, al besarme en la despedida, me decía al oído:
"No esperes, simplemente, no esperes".
1 comentario:
El mejor momento para plantar un árbol fue hace cuarenta años. El segundo mejor momento, es hoy. No malgastes ni un minuto. No digas no puedo. Todo se puede vencer. Puedes conseguir lo que te propongas. Alicia
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