Avila

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Meseta Castellana
BIENVENIDO

6/1/08

E N E R O TIENE CINCO



A las cinco de la tarde, Laura salía por la puerta del colegio. Atravesaba el portón de madera, y al dejar tras de sí la cancela de hierro de cinco puntas, entraba en una escena anclada en el tiempo.


Cada día, a partir de la hora en que terminaban las clases, ella aparecía dentro de un cuadro en movimiento, dentro del capítulo de una historia que se reproducía cada media tarde con la misma luz, los mismos olores, y los mismos personajes que pintaban idénticas escenas.
A las cinco y quince, el reloj de la plaza daba una campanada, la empleada de la mercería, vestida de color lila, como todas las tardes, se apoyaba en el marco de la puerta detrás de la cortina.
El perro canela y blanco del zapatero se situaba bajo los soportales de la plaza, levantaba la pata y se aliviaba en una de las cinco columnas de piedra. La pequeña caminaba hasta casa de la abuela Julia y la tía Pilar que esperaban su llegada.
El trayecto era corto, pequeño, como el capítulo breve de una novela cuyos personajes vivían eternamente dentro de él en la ignoracia de que formaban parte de una historia irreal, tal vez onírica. El colegio distaba de la casa tan solo cinco minutos que ella transformaba en quince.


Doblaba la esquina que formaba la plaza del Reloj con la calle del Pan, caminaba por la acera, imaginaba que el borde de la misma era una cuerda de equilibrista; se mantenía erguida, recta, con la cartera que colgaba de sus hombros, aguantaba cinco pasos sin perder el equilibrio.
Paraba frente al escaparate de la pastelería, tocaba las cortinas hechas de canutillos de plástico y eslabones de metal, y llegaba a la puerta de casa de la abuela Julia, en el número cinco.

La tía Pilar estaba soltera y vivía con los abuelos. Tenía cincuenta y cinco años comprimidos en un cuerpo mínimo, casi de niña. Su tez era blanca, su piel fina y translúcida; sus pies menudos como el cuerpo. Calzaba un treinta y cinco.
Sus ojos eran azules, y su escaso cabello rubio había dado paso al blanco. Caminaba cuidadosa dando pasitos pequeños.
A las cinco y cuarto, miraba por la ventana del balcón, abandonaba en la mesa su labor de ganchillo -un tapete con cinco cadenetas en círculo- y bajaba desde el comedor a abrir la puerta a la niña.


Cada cinco de enero, después de las cinco, la tía Pilar celebraba su cumpleaños.

3 comentarios:

bastekcat dijo...

No hay sabores, ni colores, ni olores como los de la infancia.
Mi infancia huele a huevos cocidos con tres Ave Marías y pizquita de sal.
Aroma de abuela, entre los haces de trigo recien cortados.
Una chicuela menuda con los piececitos metidos en el arroyo jugando con la chinitas.
Y un vaso de leche caliente recién ordeñada...
Una voz en mis oidos engloba toda la dulzura y la melancolía de la niñez: "Una cucharadita por papá, otra por mamá...y otra por ese negrito chiquitito que lleva ese saco tan pesado..." Y mis ojos redonditos y estrellados se anclaban en el bote de cola-cao y una idea florecía en mi mente infantil...Cuando sea mayor me iré a Africa a ayudar a ese negrito...

...Cuando sea mayor...

Maravillosos relatos Silvia... Gracias

Silvia dijo...

Gracias por contar ese trocito de la tuya. Cuando seas mayor... no hará falta que te vayas a Africa, el negrito vendrá aquí. :-))
Un beso

Anónimo dijo...

QUÉ HERMOSO RELATO, SILVIA.
POR UNOS MOMENTOS ME TRANSPORTÉ POR LOS AIRES DE LA MEMORIA Y ME VÍ CAMINANDO, DERECHITA, POR LA ACERA, IMAGINANDO QUE LO HACÍA SOBRE UNA CUERDA DE EQUILIBRISTA. TODOS LOS NIÑOS SOMOS IGUALES. EL ALMA DEL NIÑO NO SABE DE FRONTERAS. TODOS SABEMOS VOLAR LIBREMENTE, HASTA QUE ENTRAMOS A LA ESCUELA... DESPUÉS, NOS LA PASAMOS LUCHANDO, INTENTANDO DESPLEGAR LAS ALAS EN TODA SU PLENITUD.
UN ABRAZO, Y ENHORABUENA POR ESTE MINI RELATO.
CLAUDIA