Avila

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Meseta Castellana
BIENVENIDO

21/3/09

UN HUEVO EN UNA MALETA (I)





Cuando murió su madre, Ramón entregó las llaves de su casa a Catalina, una vecina de confianza. Aunque Catalina era de la edad de Ramón, la señora Juana supo mantener una buena relación de vecindad con ella hasta el último suspiro.


Ramón nunca conoció a su padre porque este falleció poco después de ser concebido, de manera que su familia se reducía a su madre y a un minúsculo círculo de amistades relacionadas con su profesión. Había cursado sus estudios en un buen colegio destacando la abundancia de sobresalientes en cada uno de los cursos; continuó en la Universidad, hasta concluir la carrera de derecho con un expediente envidiable. Con poco más de treinta años, consiguió la plaza de Juez en el destino deseado. Todo ello sin ninguna estridencia, sin atisbo de duda a cada paso marcado y con el incansable apoyo y dedicación de su madre. Pocos meses después de tomar posesión de su plaza, su principal apoyo, la señora Juana, falleció inesperadamente.


Catalina solía coincidir con él en el rellano o en el portal, en alguna de las entradas o salidas cotidianas, pero desde hacía al menos una semana no había rastro de Ramón. El felpudo de la puerta de su casa llevaba varios días apoyado en la pared, tal cual lo dejaba la señora que limpia las escaleras martes y jueves, por lo que la vecina empezó sentir cierta inquietud sobre el paradero del juez. Tampoco se veía luz por la noche en la vivienda como era habitual. Por el patio de luces, donde asomaban todas las cocinas de las cinco plantas del edificio, era fácil observar a través de las ventanas esmeriladas, el trajinar del vecindario entre las nueve y las once de la noche.


Cada día, la intriga de la vecina iba en aumento; acaso se estaba convirtiendo en una obsesión que le hacía despertar a altas horas de la madrugada. Miraba compulsivamente por la mirilla y pegaba la oreja a la pared del salón que mediaba entre su piso y el del juez. El muro de ladrillo hacía de caja de resonancia de cualquier movimiento con percusión que ocurriera en otras plantas, lo que le volvía aún más impaciente. Por la mañana, antes de ir a su trabajo, después de comprobar que el felpudo continuaba erguido -lo que indicaba que no había habido ningún cambio-, señalaba en un calendario los días de ausencia: el último marcado era ya el número nueve.


En el noveno día de obsesión, Catalina decidió que al fin entraría en la vivienda “abandonada” cuando llegara a casa si las cosas seguían igual. De manera que a las ocho de la tarde, se dirigió hacia el portal como solía hacer, pero con la convicción de que esta vez, el plan daría algún fruto que aliviase su incertidumbre. Catalina abrió la puerta de su casa, dejó el chaquetón y el bolso, cogió las llaves del vecino y, conteniendo la respiración, se dirigió a la puerta de enfrente. Introdujo lentamente la llave y la giró cinco veces...
(Continúa)

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