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Meseta Castellana
BIENVENIDO

11/7/08

UNA APORTACION MÁS AL TEMA DEL RECAMBIO


Una crónica genial del escritor oriental (uruguayo) Eduardo Galeano

Para los de más de 50.

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores.
¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra.. Lo más probable es que lo de ahora está bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos! Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.¡Nos están fastidiando! ¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica. ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros? Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto:
¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de ........... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon. La goma solo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo' pasarse al 'compre y tire que ya se viene el modelo nuevo'. Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo).
Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron? En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos... ¡¡Como guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro.
Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos! Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.
Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver!! ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'este es un 4 de bastos'.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney. Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. Ah ¡No lo voy a hacer! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour. Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que mi vieja me gane de mano y sea yo el entregado.

Eduardo Galeano

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Aurelio, precioso el texto de E.Galeano, uno de mis escritores favoritos. Y creo que estoy hecha de la pasta de los que guardan. Y todo vuelve a servir : para contar cuentos, para inventar historias, para hacer títeres,...
Para recordar a los que no estan...
Dolors

Silvia dijo...

Hace unos días leía esto: http://leomares.blogspot.com/2008/07/galeano.html de un escritor, admirador de Galeano. Curiosa coincidencia que nos pegues este texto.
Me ha parecido precioso, como a Dolors. Yo también tengo el dilema de si guardo o no guardo. El asunto, en mi caso, es que me enseñaron a guardarlo todo, por si acaso,a comerme todo lo servido sin dejar nada en el plato, a guardar la ropa, a pegar las cosas rotas... pero también me gusta todo lo que supone nueva tecnología. Me debato entre lo uno y lo otro. :-)) Y terminaremos siendo "catalogados" como enfermos del síndrome de Diógenes. Porque los que nos siguen y, no conocieron lo que nosotros, nos considerarán locos.
:-)))
Un abrazo a todos

AURELIO dijo...

México, Diciembre del 2006

Te lo tengo que contar.


La madrugada estaba llena de noche y el frío hacía que soltar las cobijas fuera difícil. El despertador sonaba y sonaba, era imposible cubrirlo con las sabanas, o con la noche, o olvidarlo; o simplemente tirarlo, era un tirano despiadado. Por eso en medio de la oscuridad y a tientas logré encontrarlo y finalmente lo pude apagar. Reino el silencio.

A las ocho de la mañana de ése día. En el hospital que funda el “Conde de Valencia” por los años lejanos de la conquista; más allá o más acá. Me encontraría con el Doctor Federico Graue Wiechers, para operarme el ojo derecho, cuya retina estaba cubierta con un velo que me mantenía semituerto, pero que no me impedía manejar mi coche y llevar una vida a mitades; eso sí con la terrible de que si no me operaba podía con el tiempo hasta perder ese ojo.

En realidad no fue difícil llegar a la decisión de la operación, porque lo pude lograr gracias a que en todo ese tiempo me comporté como si el que se necesitará operar no fuero yo, sino alguien cercano a quien ayudaría a decidir fecha y lugar.

El claxon del vehiculo de mi hijo Armando rompió el silencio de esa madrugada, ni los pájaros en sus nidos se habían despertado. Carmen, mi esposa, y yo salimos para emprender con él la partida rumbo al centro de la ciudad; y ahí muy cerca de la churreria “El Moro” donde un chocolate caliente con dos ordenes de churros hubieran sido un buen pretexto hasta para la levantada. Cercano a esté lugar se encuentra el hospital. Eran las ocho de la mañana en punto, cuando el doctor llegó a saludarnos y pedirme me pusiera la batita clásica; la que se pone al revés y deja toda la retaguardia al descubierto, al poco rato llegó una enfermera con la camilla para transportarme al quirófano. Me volvieron a hacer otra serie de preguntas y después de vendarme los pies hasta la rodilla salimos a recorrer los pasillos y mediante un elevador llegar al área de quirófanos. Durante ese trayecto mi estado de ánimo era de tranquilidad y confianza porque muy en secreto cuando me estaba cambiando, pedí a Jesús y a San Antonio de Papua, me ayudarán y que en lo posible me acompañarán en ese trago que no deja de ser amargo.


Llegado a un punto la enfermera me pidió que cambiara de camilla y me acomodara en otra que ya estaba dispuesta para recorrer un largo pasillo que poco a poco te lleva a la zona de rehabilitación y más adelante a los quirófanos.
Ya acostado en la nueva camilla iniciamos la marcha, en está ocasión conducido por el anestesiólogo. Pero cual sería mi sorpresa que al voltear mi cabeza a la derecha y con mi ojo bueno apoyado por el otro, pude percibir que nos seguía pegado a la camilla una emanación de color gris impalpable en forma de columna, perfectamente distinguible; admirado pero a la vez preocupado por no saber que era esa visión, cambié mi vista hacia el techo y pude ver como pasaban las lámparas que iluminaban el pasillo. Inmediatamente volví a fijar mi vista en la emanación que junto a mí seguía, y pude entonces ver con claridad cómo estaba formada, en su parte media, se componía de pliegues que caían formando un manto que en tonos grises y más obscuros se dibujaban hasta llegar al negro, cómo un dibujo al carbón; y definían mantos que manifiestamente se distinguían. Interesado seguí viendo esa maravillosa figura y al dirigir mí vista hacia la parte superior pude distinguir claramente un rostro que cubierto con un manto dejaba ver parte de la cara y de la cual se distinguía notoriamente una barba muy poblada y un agradable perfil masculino que tranquilo me miraba. Asomaban también algunos cabellos ondulados que con el movimiento se meneaban. El rostro aquel me miraba y me seguía muy junto a la camilla, podía haberlo tocado pero no lo intente. Lo miré de nuevo fijamente y reconocí el rostro de Jesús, pero no el que se retrata en las pinturas o en las esculturas religiosas sino: un Jesús, como más real, más auténtico. Le di las gracias por su compañía, y entré tranquilo y confiado a mi operación. Debo señalar que hasta ese momento no me habían dado calmantes, ni ninguna medicina que pudiera pensarse que mi visión era producto de una mente drogada.

Cuando lo relato, que es lo mínimo que pudiera hacer ante tal suceso, vuelvo a sentir la emoción de aquel encuentro y quisiera atrapar en mi memoria con más firmeza las escenas vividas, los momentos; cada instante, para que no se pierdan con el ruido de la vida.


Yo no soy muy religioso y la verdad las oraciones se me han olvidado; salvo el “Padre Nuestro”. Por otro lado con esté hecho surgen en mi muchas preguntas, muchas emociones que quedan atrapadas después de esté acontecimiento tan maravilloso. Yo creo que seguramente iré encontrando las respuestas en el transcurso mi vida, pero si no fuera así, si no hubiera respuestas, esté hecho en sí es suficiente para sentir que valió la pena vivir.


Por otro lado la operación en sí es muy impresionante y va de acuerdo con nuestros tiempos y con la tecnología moderna. Si bien el éxito de la intervención se debe también a la destreza, técnica, experiencia y conocimiento del cirujano. Jesús seguramente quiso presentarse, pienso, para enviarme un mensaje de amor, de entrega, de protección, un –Sí me pediste que te acompañará, aquí estoy -.


La presencia de Jesús en acentos grises, cómo quien pinta un dibujo al carbón, con esos grises remarcados con diferentes tonos hasta llegar al negro, creo se debió a que si se hubiera hecho presente con toda su luz no hubiera resistido verlo.

Y aquí empezó una larga historia de operaciones que seguramente me están diciendo algo, de lo que hasta el momento no he podido entender, no siento un drama el calvario que he tenido que seguir; simplemente es un experiencia más de vida.

En otra ocasión les contaré otra experiencia vivida con San Antonio y que los médicos que me atendieron lo consideraron cómo un milagro. Insisto, no soy religioso y en un largo tiempo de mi vida hasta me consideré agnóstico.

Anónimo dijo...

Yo también me convertí en una guardadora de mil cosas. Supongo que esto se debió por una parte, como dice el autor, a que heredé esa actitud de mis ancestros y, por otra parte, a que no la cuestioné durante mucho tiempo. Pero sucede que, hasta solo hace un par de años, me di cuenta cabalmente de este afán de acumular y de guardar cosas superfluas. Era algo que, en realidad, me estaba agobiando pero yo no era conciente de ello. Fue un día cualquiera cuando entré a uno de esos espacios modernos que ahora llaman "minimalistas", que percibí con claridad lo que yo quería. Ahí me sentía libre. Me agradaba la idea de no tener más que lo necesario o lo suficiente. Eso me tranquilizaba. Ni más, ni menos. Desde entonces, me inicié en un proceso de "limpieza". Y todavía sigo sacando cosas "añejadas y en conserva". Este año, por ejemplo, le toca al arbolito mde navidad y de todos sus colguijes: van pa´fuera. Muebles, colchones, sábanas, toallas, ollas, vasos, sillitas y mesitas de niños, lápices de colores, estuches de lápices, mochilas, ropa, calzado, charolas, cuadernos, libros, juguetes, y mil cosas más, han sido obsequiadas, sin más ni más, de un día para otro y sin tentarme el corazón. Otras tantas cosas, de plano, han ido a la basura. He llenado bolsas y bolsas de basura con miles de chucherías que algún día guardé, o que guardó mi esposo, o que guardaron mis hijos, en un cajón o en otro, en una caja, en un estante, en una bodega, solo "por si acaso.." A veces, es difícil saber ver y, luego, conservar lo que es justo y lo que es estrictamente necesario. Pero... en esas ando... Poco a poco, solo escogiendo y conservando lo que creo que es suficiente, como para que, al momento en que llegue mi muerte, no les haga pasar a mis hijos por un mal rato por haber hecho una "mala jugada" de mi parte...

Un beso a todos mis compañeros,
Clau

Silvia dijo...

Date cuenta Claudia, que si haces la prueba: guardas cosas y dejas pasar un tiempo lo que tienes guardado, llega un momento en que te sorprendes de que no lo echas en falta. Si lo echas de menos, entonces, no debes deshacerte de ello... pero sucede pocas veces.
Un abrazo, compis, desde England.
Silvia

Samuel dijo...

Vaya! Cómo me gusta el texto. No tengo los 50 pero da gusto recrearse en todo lo escrito.

EmiliLlopi dijo...

El texto está muy interesante aunque dijo Galeano que no es suyo.

EmiliLlopi dijo...

En esa foto estas distinta, será más joven.