Avila

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Meseta Castellana
BIENVENIDO

25/12/07

UNA HISTORIA DE NAVIDAD




Anoche, cuando llegué a casa, subí a la azotea a darme un baño de luna y a estar unos minutos con mi padre. Hace unos cuatro años, después de una larga e incurable enfermedad, como se suele decir, se despidió de todos y sé que vino conmigo hasta la planta de arriba de mi casa.
Siempre le gustó mirar a la luna y a las estrellas.
Desde mi azotea la noche es nítida y, con un poco de tesón, puedes ver hasta Plutón.

De madrugada, bajo la luna, estuvimos recordando...

Desde que me alcanza la memoria, mi padre nos convocaba a todos los hermanos el día de nochebuena por la tarde, invariablemente, para colocar los adornos de navidad. Pero, invariablemente, todos los años después de que todos los comercios cerrasen (entonces eran comercios), decidía que harían falta unos alfileres, papel de celofán de colores y un coco. No sé cómo lo conseguíamos, pero acabábamos encontrando, con no pocos apuros, los elementos antes mencionados.
Mi madre, que cocina muy sabroso, estaba dedicada a sus labores en la cocina; a veces trajinando con un pavo o con un capón vivo, que nos regalaban con todo el cariño, pero que era más trastorno que otra cosa. Eso sí, todo hay que decirlo, lo hacía con ayuda.

Solíamos pasar lo que quedaba de tarde, una vez conseguido el coco y resto de aparejos, colocando los adornos navideños mientras escuchábamos y cantábamos villancicos.
Sobre las diez de la noche, una vez administrada la bendición por parte de mi madre, cenábamos. Normalmente, en la mesa navideña, a partir de mis once años, nos sentábamos los cuatro hermanos, mis padres, y mi abuela materna.

El año que cumplí diecisiete, tuvieron que operar a mi madre del corazón a principios de diciembre. Así es que entre la congoja de no saber si ella cenaría en casa y los nervios de ser una principiante, me ocupé de los preparativos de la cena para toda la familia. Mi madre, en el hospital, procuraba quitarse el termómetro antes de que llegase a la zona comprometida para obtener el alta.

Ese año ya no éramos seis y mi abuela, sino siete y mi abuela, porque mi hermano el pequeñín, con tres años, ya se sentaba a la mesa. No sé cómo, pero mi madre llegó el mismo día anterior a la nochebuena y concluímos con cierto éxito la cena prevista. Esa tarde del día de Nochebuena, estuve en la cocina, y no recuerdo como se resolvió el enigma de los alfileres, el papel de celofán y, por supuesto, el del coco.

Después de la cena, a las doce de la noche, mi padre depositaba el Niño Jesús en el pesebre, y los niños (que éramos solo niñas) cantábamos villancicos a voces, unas haciendo de soprano, mezzo o contralto y otras, junto a mi padre, haciendo de tenores o barítonos. Al piano nos salía muy bien Noche de Paz (lo más sencillo).

Unos pocos años después, mi padre ya no vivía en mi casa desde el mes de Noviembre. Volvimos a ser siete en la mesa de Navidad con mi abuela. A las diez de la noche, cenamos sopas de lágrimas, suspiros mudos, y nudos de garganta. Ya casi no me acuerdo. Después de la cena, no hubo Adeste fideles, ni Noche de Paz al piano. Salí de mi casa al acabar y me fuí furtivamente a ver a mi padre.
A partir de esa cena, vinieron muchas otras que ya no fueron aquellas cenas. Con mi padre ya no volví a cenar el día de Nochebuena, ni la noche del 31 de Diciembre, de ningún otro año.
Pasado el tiempo, cada uno ha ido formando su familia y las reuniones familiares para la cena del veinticuatro, son entes con vida propia. A veces el ente se disgrega y multiplica, otras, cohesiona las partes e incluso, añade partes ajenas y con ellas se reintegra de nuevo, formando un ente más complejo. Y digo complejo, porque el ente que se forma aunque es más grande no es mayor, sino complejo.

Anoche, mi padre y yo hablamos todo eso a la luz de la luna. No dió tiempo a comentar más sobre el día de Nochebuena, porque mi padre (dijo muy bajito) aún tenía que ir a por alfileres, papel de celofán... y el coco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha conmovido este recuerdo, muy emotivo y acorde con la fecha. Quien puede olvidarse de unas celebraciones tan lindas, en paz y en union. Sin duda, lo mejor que nos pasa en la vida. Que agradable es poder recordar a un padre de esa manera! ¿Nuestros hijos, nos recordaran así algun día?

DIÓGENES dijo...

Algo te envidio Silvia.

Vaya, ya salió la envidia. Aquella de la que negué en mi blog, excepto cuando era niño.

Mi padre vive aún. Y sé, es más, estoy seguro que nunca podré hablar con él. Los dos sabemos ya que no tenemos nada que decirnos. Sé por tanto que no he de mirar a una estrella, ni vagar por un tiempo cercano, ni buscar la mirada que un hijo desea, porque sé, que nunca la he encontrado.

Soy de un mundo distinto. No él. Quizás, sea de un mundo paralelo que no es el mío. Quizás nunca haya sabido cruzar esa tierra de nadie. Quizás, yo haya retrocedido siempre, porque no quería ir a su terreno, a su feudo, a su forma de trazar el camino...

Ya es tarde...

Tarde incluso para envidiar, para ser yo, con él... tarde para todo.

Ya sé, bombing, que no hay envidia sana. Bien lo dijiste el otro día en mi blog. Pero, si no es envidia, dejadme que tenga añoranza, pena por no haber sabido ser, un hijo.

Pero sabed tambien, que lo he intentado. Sí, hace ya años. Pero esto es pasado. Pasado inamovible, imperfecto sí, pero pasado.

Y si algo he aprendido en esta vida, es caminar. Siempre me han empujado. Ah... y a no mirar atrás. Es duro, lo sé. Pero es mi único camino.

Un beso y un abrazo.